Peña Flamenca Manuel Romero
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Los primeros festivales flamencos de la historia se crearon un poco antes de que Mairena consiguiera la tercera Llave, pero tomaron verdadera importancia a la lumbre de este acontecimiento, que dio un empuje trascendental a los nuevos valores. El baile está representado por figuras como Antonio Gades, Mario Maya, Farruco, El Güito, Matilde Coral, Cristina Hoyos, Manuela Carrasco, Angelita Vargas, Maleni Loreto y un Antonio ya en su última etapa. El cante cuenta con artistas de la talla de los citados en el epígrafe anterior. Y el público tiene ganas de ver jondura, porque el régimen de Franco había hecho una excelente propaganda sobre el género. Así, en 1957 nace el Potaje Gitano de Utrera, el primero de los festivales flamencos. Le siguen la estela otros certámenes como el de Arcos de la Frontera (1961), el Festival de Canciones y Cante Flamenco de Mairena del Alcor (1962), el Gran Festival de Cante Grande de Écija (1962), El Gazpacho Andaluz de Morón de la Frontera (1963), la Caracolá de Lebrija (1966) o el Festival de la Guitarra de Marchena (1967). Todos ellos se celebran en verano, en espacios grandes y abiertos, por lo que se crea un circuito de contrataciones que intensifica el trabajo de los artistas en la época estival.
No obstante, durante el invierno los artistas realizan otra tarea vital: llevar el flamenco a los círculos intelectuales. De la mano de cantaores como Antonio Mairena, la música andaluza entra de lleno en las universidades, comienzan a prodigarse los recitales ilustrados con conferencias, nace la palabra “flamencólogo” y el flamenco sufre una importante revisión histórica. Todo ello confluye en la concepción de un nuevo tipo de festivales de larga duración, como la Bienal de Sevilla, modelo artístico de mayor vigencia en la actualidad.
Época de revalorización del flamenco. Tercera Llave de Oro del Cante
Con la “Ópera flamenca” como hilo conductor del género llegan los años 50. El arte flamenco es conocido en medio mundo gracias a las “troupes”, que habían restado densidad a los cantes para facilitar la comprensión por parte de todos los públicos. Sin embargo, como si hubiera permanecido en estado latente, una generación de cantaores reivindicó su sitio y siguió interpretando en núcleos más reducidos los estilos de siempre. Toman en este momento especial relieve las figuras de Juan Talega, Fernanda y Bernarda de Utrera, Fosforito, El Chocolate, Agujetas, Rafael Romero El Gallina y Antonio Mairena, entre otros. Es la época de los tablaos. La casa Hispavox edita la primera “Antología del Arte Flamenco”, dirigida por el guitarrista jerezano Perico el del Lunar. En 1958 se crea la Cátedra de Flamencología de Jerez. Surgen las peñas La Platería de Granada, Juan Breva en Málaga y Los Cernícalos en Jerez. Y, sobre todo, en 1956 se celebra en Córdoba el Primer Concurso Nacional de Arte Flamenco, gestado por el poeta local Ricardo Molina, que ganó el pontanés Antonio Fernández Díaz, Fosforito. El flamenco entra en los teatros y los artistas se empeñan en grabar viejos cantes en desuso para perpetuar su arte.
En todo este contexto el género vuelve a sufrir otro punto de inflexión. Muerto Manuel Vallejo en 1960, los organizadores del concurso de Córdoba deciden poner en litigio de nuevo la Llave de Oro del Cante. De esta forma, la ciudad de la Mezquita acoge en 1962 un certamen histórico, en cuyo jurado estaban personalidades como Ricardo Molina o Juan Talega. El trofeo se lo disputaban Fosforito, El Chocolate, Juan Varea, Pericón, Platero de Alcalá y Antonio Mairena, que se alzó en ganador en una noche trascendental para el futuro de este arte.
Antonio Cruz García, que hasta entonces había dedicado su vida a cantar atrás para bailaores como Antonio Ruiz Soler, fundó, con la Llave en la mano, una escuela que perdura hasta nuestros días. Fue el albacea de una nueva generación de cantaores comprometidos con el mairenismo hasta la médula. Es el momento de la irrupción de El Lebrijano, Curro Malena, El Turronero, José Menese, Miguel Vargas, Diego Clavel, José de la Tomasa o Calixto Sánchez. Sin embargo, como había ocurrido en todas las etapas anteriores, este polo encuentra su opuesto en Cádiz y su bahía: Camarón, Juan Villar, Rancapino, Pansequito y, sobre todo, un veterano Chano Lobato ofrecen otra perpectiva complementaria que consigue enriquecer al género en gran medida, amén de la aportación de otros maestros tan contrapuestos como José Mercé o Carmen Linares. El flamenco toma otro camino: el de los festivales.
En los años 20 los carteles que anunciaban los espectáculos comenzaron a sellarse con una polémica etiqueta: “Ópera flamenca”. El término no ha terminado aún de ser aceptado por muchos expertos, porque según ellos esta época supuso una adulteración de los estilos flamencos, ya que la mayoría de los cantaores dejó de lado palos tan fundamentales como la soleá, la seguiriya, la toná, el tango o la bulería, para dedicarse plenamente al fandango, a los estilos de ida y vuelta y a los cuplés. Y ciertamente surgieron en estos años muchos “fandanguilleros”, pero no hay que olvidar que en este “boom” también se gestaron figuras como Juan Valderrama -grandísmo conocedor de todos los estilos-, Pepe Marchena -que pese a que en algunos sectores no gusta grabó todos los palos-, Caracol -idem de lo mismo- o, cómo no, Pastora Pavón Cruz, creadora de una escuela que aún hoy sigue siendo venerada, si bien también adquirieron relieve otros artistas como Porrina de Badajoz, Angelillo y José Cepero.
En realidad aquel título operístico no respondía más que a la necesidad de atraer público a los teatros y los cantaores no hicieron sino satisfacer las demandas del respetable, que prefería la sentencia de un fandango a la jondura de una seguiriya. En realidad la invención del título “Ópera flamenca” se debe al empresario más importante de la época, el señor Vedrines, que junto a su cuñado Alberto Montserrat se aprovechó de una disposición tributaria de 1926. Según la citada disposición, los espectáculos públicos, como las variedades y los cafés cantantes, tenían que pagar un 10 por ciento, mientras que los de conciertos instrumentales y la ópera sólo contribuían con un tres por ciento. Esta diferencia del 7 por ciento llevó al señor Vedrines a llamar a los espectáculos con el nombre de “Ópera flamenca”, en una inteligente triquiñuela comercial que abrió el flamenco a los grandes espacios: las plazas de toros estaban en auge. Y también el baile, que cuenta con figuras de la talla de Antonia Mercé la Argentina, Pastora Imperio, Vicente Escudero, y Encarnación López la Argentinita, una generación a la que seguiría la compuesta por Pilar López, Carmen Amaya y Antonio.
Por último, el cante ve progresar a artistas como los gaditanos Aurelio Sellés, Pericón, La Perla de Cádiz, El Flecha, Macandé y Manolo Vargas o los jerezanos Terremoto, El Sordera, María Soleá y La Paquera.
El éxito que el cante flamenco había cosechado entre el público hizo que la capital, Madrid, se convirtiera en centro cantaor desde principios del siglo XX. La mayoría de los artistas de renombre decidieron asentarse en “La Corte” para dar sentido a su carrera artística y comenzaron a proliferar los espectáculos en teatros. Aprovechando la repercusión del primer concurso del 22 en Granada, el empresario del madrileño Teatro Pavón, situado en la calle Embajadores, decidió crear la llamada Copa Pavón, un galardón que serviría para aumentar el prestigio del cantaor premiado. La final se celebró el 24 de agosto de 1925 y los participantes fueron el Niño Escacena, Pepe Marchena, el Cojo de Málaga, El Mochuelo y Manuel Vallejo, que resultaría el ganador indiscutible del certamen. Sin embargo, un año después la cosa cambió. El triunfador fue Manuel Centeno, que interpretó unas magníficas saetas, pero en el ánimo de todos quedó que debería haber recaído de nuevo del lado de Vallejo, por lo que fue el propio don Antonio Chacón el que decidió, en desagravio, entregarle la Segunda Llave de Oro del Cante al maestro sevillano, que recibió el obsequio fundado por el Nitri de manos de Manuel Torre.
Toda esta parafernalia, repetida en multitud de ocasiones por diferentes puntos de España -aunque no con tanta repercusión-, generó lo que posteriormente se ha dado en llamar la Ópera Flamenca, sin duda la etapa más polémica del género.
Cuando comienzan a surgir decididamente los profesionales del cante, el baile y el toque,
ciertos sectores de la intelectualidad afines a la Generación del 27 empiezan a temer por “lo puro”. Maestros como Manuel de Falla o Federico García Lorca tienen una visión apocalíptica del flamenco, ya que para ellos éste debe ser un arte del pueblo, reducido a la minoría andaluza, y no un estilo comercializable. El temor por la pérdida de lo que ellos llaman “pureza” les lleva a crear el primer concurso de cante flamenco, celebrado en Granada en 1922, en el que la única exigencia era que los aspirantes fueran desconocidos, gente del pueblo, y no figuras ya consagradas en los Cafés Cantantes. El certamen lo ganó el moronense asentado en Puente Genil Diego Bermúdez Cala, “El Tenazas”, y se le hizo una mención de honor a un niño de 13 años llamado Manuel Ortega Juárez, que a la postre resultaría ser el célebre Manolo Caracol.
Pero las pretensiones de los creadores de aquel concurso no medraron y, pese a los esfuerzos por devolver el flamenco al pueblo, el género no sólo siguió profesionalizándose, sino que los aficionados fueron testigos de una revolución que se acrecentó con los discos de pizarra.
A finales del siglo XIX el flamenco ya era un arte muy extendido por toda Andalucía. En Cádiz, madre del cante por cantiñas, surgen figuras como el Chiclanita, Dolores y Alonso del Cepillo, José de los Reyes y el Negro del Puerto y se certifican centros cantaores como los Puertos, San Fernando, Sanlúcar, Chiclana y Arcos.
Mención aparte merece Jerez de la Frontera, otro de los puntos matrices del flamenco, sobre todo a través de los barrios de Santiago y San Miguel. De allí son nada menos que Manuel Soto Loreto, El Torre, y don Antonio Chacón.
Sin embargo, un poco antes de que irrumpieran estos maestros, la historia del flamenco afronta un momento clave. En una misma época coinciden cantaores como Silverio Franconetti, Tomás El Nitri y Juan Breva. Entre ellos surge una competencia feroz, hasta el punto en que el Nitri se niega a cantar delante de Silverio para no quedar en un supuesto ridículo ante el maestro de ascendencia italiana. Pero, por contra, la primera Llave de Oro del Cante de la historia es para Tomás, que recibe el galardón como obsequio a su maestría durante una fiesta. Todas estas circunstancias pudieron haber encendido la chispa en Silverio, que al ver las pasiones que levantaba este arte decidió montar un Café Cantante en el número 4 de la sevillana calle Rosario. En este momento, el flamenco se profesionaliza.
Sin embargo, pese al tirón que pegan en la sociedad los citados cafés, un cierto sector del género mantiene el cante en las minorías de antaño. Es el caso, por ejemplo, de los Gordos de Alcalá, una familia de origen trianero cuyo mayor representante es, según Antonio Mairena, Joaquín el de la Paula, o posteriormente de Tío José de Paula y Agujetas el Viejo en Jerez.
En esta época triunfan por los escenarios de toda España Las Coquineras, La Macarrona, don Antonio Chacón, Francisco Lema “Fosforito el Viejo” -principal adversario del maestro
jerezano-, el Perote, El Mochuelo, El Macaca, El Diana, Cayetano Muriel el Niño de Cabra, El Canario, Fernando el Herrero, La Rubia de las Perlas o el Garrido de Jerez, entre otros muchos.
Estamos ya en el siglo XX. Y en los años 20 retoma el testigo del arte una generación inigualable. Ya empiezan a sonar los nombres de Pastora Pavón Cruz “La Niña de los Peines”, Arturo y Tomás Pavón, Manuel Torre, Manuel Vallejo, El Gloria, Las Pompis, Juanito Mojama, Bernardo el de los Lobitos, El Niño Escacena, Pepe el de la Matrona, Manuel Centeno, El Cojo de Málaga, Juan Varea, Pepe Pinto, Sebastián el Pena, el Niño de Marchena, Manolo Caracol, Tía Anica la Piriñaca, Tío Gregorio el Borrico y Juan Talega.
Al margen de las claves que la historia de la literatura ha aportado para el estudio del origen del flamenco, existen datos, muchos de ellos aún sin demostrar, que hablan de antiquísimos flamencos. No se puede dejar en el tintero la referencia a dos figuras que durante mucho tiempo se ha pensado que fueron los primeros cantaores de la historia: el jerezano Tío Luis de la Juliana y Junquito de Comares, dos nombres que han creado muchos conflictos entre los flamencólogos de antaño, pues nunca se llegó a un acuerdo sobre cuál de los dos fue anterior al otro. Hoy esa discusión no tiene trascendecia, ya que sigue sin poderse demostrar siquiera que existieron.
Ahora bien, de quienes sí se tiene referencia de su existencia es de los primeros artistas del siglo XVIII en Triana, que junto con Jerez y Cádiz es el enclave en el que el flamenco deja de ser una expresión folclórica para convertirse en un género artístico. Hay que citar, por
ejemplo, a cantaores como El Planeta, que aunque parece ser que nació en la zona de la Bahía de Cádiz -se cree que en Puerto Real-, desarrolló todo su arte en el arrabal sevillano cantando por seguiriyas -de su propia creación- y por tonás. Su principal alumno fue El Fillo, gitano también procedente de tierras gaditanas que mantuvo una relación amorosa con la Andonda, a la que llevaba muchos años de diferencia. Probablemente fuera esta mujer la primera en cantar por soleá, aunque también existían otras familias cantaoras en Triana como los Pelaos y los Cagancho a las que se les puede atribuir este palo. En un principio la soleá surgió como cante bailable, hasta que los alfareros del barrio sevillano comenzaron a hacer estilos sin acompañamiento no sujetos a compás. En aquella época también se cantaba por romances y por martinetes, estilos estos entroncados con la toná.
Paralelamente, en Jerez y Los Puertos también se desarrollan importantes núcleos flamencos. Para la historia queda el nombre de Paco la Luz, mítico seguiriyero del que descienden casi todos los grandes cantaores jerezanos, tanto como el del Loco Mateo, Manuel Molina, Diego el Marrurro, Joaquín Lacherna o Mercé la Serneta, que luego se trasladaría a Utrera. Y en la Bahía hacen historia el Ciego la Peña, Curro Durse, Enrique El Gordo o Enrique Jiménez Fernández, “El Mellizo”.
Sin embargo, aquella etapa, llamada “Hermética” por Ricardo Molina y Antonio Mairena en su libro “Mundo y formas del cante flamenco”, sigue siendo una incógnita para los estudiosos, pues hay pocos documentos escritos que aporten luz a los análisis.
Poco después, en cambio, todo cambiaría. La herencia que un niño llamado Silverio Franconetti recibió de El Fillo en Morón de la Frontera sería clave para el futuro de un género que hasta entonces no había salido de las fiestas particulares.
Otro de los aspectos que hacen que este arte sea un verdadero misterio radica en definir cuál es la procedencia exacta del término “flamenco”. Existen múltiples teorías acerca de la génesis de este vocablo, aunque quizás la más difundida es la defendida por Blas Infante en su libro “Orígenes de lo flamenco”. Según el padre de la Autonomía andaluza, la palabra “flamenco” deriva de los términos árabes “Felah-Mengus”, que juntos significan “campesino errante”.
También llegó a tener muchos adeptos la curiosa teoría que afirmaba que flamenco era el nombre de un cuchillo o navaja. No en vano, en el sainete “El Soldado Fanfarrón”, escrito por González del Castillo en el siglo XVIII, se puede leer: “El melitar, que sacó para mi esposo, un flamenco”. En otra copla recogida por Rodríguez Marín dice: “Si me s’ajuma er pescao / y desenvaino er flamenco / con cuarenta puñalás / se iba a rematar el cuento”.
Sin embargo, esta hipótesis no ha llegado a trascender, como tampoco lo hizo en su día la que sentenciaba que el nombre se le había dado al género por el ave llamada flamenco. La autoría de este precepto se debe también a Rodríguez Marín, que justificó la idea argumentando que los cantaores practicaban el cante vestidos con chaqueta corta, eran altos y quebrados de cintura, por lo que se parecía al ave zancuda del mismo nombre.
Como las anteriores, tampoco sigue sin corroborarse la teoría liderada por expertos como Hipólito Rossy o Carlos Almendro en la que se afirma que la palabra flamenco se debe a que la música polifónica de España en el siglo XVI se acrecentó con los Países Bajos, es decir, con la antigua Flandes. Esta teoría fue también defendida, aunque con matices, por el viajero romántico George Borrow y por Hugo Schuchard, entre otros. Según estos escritores, antiguamente se creía que los gitanos eran de procedencia germana, lo que explica que se les pudiera llamar flamencos.
Finalmente, existen dos hipótesis menos comprometidas, pero bastante interesantes. Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, dice que “los gitanos llaman gachós a los andaluces y estos a los gitanos los llaman flamencos, sin que sepamos cuál sea la causa de esta denominación”. Y Manuel García Matos afirma: “Flamenco procede del argot empleado a finales del siglo XVIII y principios del XIX para catalogar todo lo que significa ostentoso, pretencioso o fanfarrón o, como podríamos determinar de forma genéricamente andaluza, “echao p’alante””.
Sin embargo, tras una lectura profunda de la obra “La Gitanilla”, de Cervantes, se puede observar que, a menos que el célebre escritor hubiera contado una historia fruto de su imaginación, que no es de extrañar, la primera disciplina flamenca fue el baile, como lo ratifica el personaje de Preciosa, una joven bailaora que se ganaba la vida haciendo danzas de corte andaluz a la que se subyugaban tanto el acompañamiento musical como el vocal, ambos enlazados para realizar los llamados corridos gitanos. A comienzos de esta Novela Ejemplar cervantina se puede leer: “Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo, y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama”. La obra, escrita a principios del siglo XVII, crea el primer precedente no oral en el estudio de los orígenes flamencos. Pero no se pueden lanzar las campanas al vuelo: el carácter novelesco de la historia le resta realismo, por lo que el dato no puede ser considerado en modo alguno como empírico.
Esta misma diatriba surge con la lectura de las “Cartas marruecas” de José Cadalso, en 1773. En esta obra el escritor describe una juerga gitana en un cortijo de la Serranía de Ronda, dato que, tras “La gitanilla”, confirma la existencia de una música peculiar y diferenciadora en Andalucía. Y, finalmente, el “Baile en Triana” que describe Serafín Estébanez Calderón en sus “Escenas Andaluzas” (1862), en el que se encuentran los célebres cantaores El Planeta y su alumno El Fillo, cierra el círculo en torno a las conjeturas sobre el origen del flamenco. A partir de este momento ya hay una conclusión clara: el género tiene más de dos siglos de vida.