Historia del Flamenco

Duende, misterio, pellizco, quejío… Todas estas palabras han servido a los aficionados, desde que el cante es cante, para explicar lo que sienten cuando se topan frente a frente con el flamenco. ¿Por qué? ¿Qué tiene este género artístico escondido en su cofre? La respuesta a estas cuestiones es casi una quimera, pues el lirismo con el que declama el pueblo flamenco la grandeza de su música se debe siempre a una misma razón asentada en la fe: nadie sabe aún a ciencia cierta cuándo y cómo surge este arte andaluz.

La historia del flamenco con respecto a su
distribución geográfica

De forma paralela al transcurso de las distintas etapas citadas, el flamenco ha vivido otra historia interesantísima: la de cada núcleo geográfico. La creación de los distintos palos se debe a las variadas maneras de expresarse musicalmente en cada zona de Andalucía. Por eso, el estudio de lo jondo permite hacer una clasificación por provincias.

La guitarra:
última en incorporarse

El análisis de la guitarra en el flamenco merece un apartado diferente, ya que se trata del último de los componentes que adquirió el género pero, actualmente, uno de los más revalorizados. Según los estudios realizados por diversos expertos, todo parece indicar que una de las primeras referencias se ubica en “La explicación de la guitarra”, obra publicada por el gaditano Juan Antonio de Vargas y Guzmán en 1773.

Sin embargo, en esta época sólo se puede hablar de lo que posteriormente se denominaría existencia de guitarristas “por lo fino”. Realmente los primeros visos de acercamiento de las seis cuerdas al flamenco llegan con figuras como las de El Murciano, Trinitario Huertas, Bernardo Troncoso, José Toboso y, sobre todo, el almeriense Julián Arcas, padre de una soleá que lleva su nombre.

A esta primera época de guitarristas aún ubicados entre el toque “por lo fino” y “por lo flamenco”, le siguen los de la llamada Escuela Ecléctica, en la que destacan el inventor de la cejilla, el Maestro Patiño -Cádiz-, Antonio Pérez -Sevilla-, Paco el Barbero -Sevilla- y Paco el de Lucena -Córdoba-.

A partir de este momento comienzan a surgir los primeros especialistas en el toque “por lo flamenco”, como Juan Gandulla Habichuela, de Cádiz, Javier Molina, de Jerez, y Miguel Borrul padre, de Castellón.

Pero el gran guitarrista de finales del siglo XIX y principios del XX es Ramón Montoya Salazar (Madrid, 1880-1948). A él se le debe la creación para la guitarra de la gran mayoría de los palos flamencos y se le considera el primer revolucionario de la técnica y la armonía, hasta el punto en que se convirtió en el primer concertista flamenco de la historia. 

Su legado es aprovechado por una generación de tocaores inigualables que ha conformado la  etapa de los grandes creadores personales.

En esta época surgen Niño Ricardo, Manolo de Huelva, Perico el del Lunar, Esteban Sanlúcar, Melchor de Marchena, Sabicas y Diego del Gastor. 

De todos ellos bebe el mayor maestro de todos los tiempos, Paco de Lucía, líder indiscutible de la última generación de guitarristas. Junto al algecireño hay que destacar a Manolo Sanlúcar y a Víctor Monge Serranito, un triángulo de tocaores que revolucionaron el concepto de la guitarra flamenca entrando en contacto, sobre todo en el caso de Paco de Lucía, con otras músicas como la brasileña, el jazz, el rock… 

A esta escuela, indiscutiblemente, pertenecen los nuevos valores del toque, como el almeriense Tomatito, el jerezano Gerardo Núñez, el catalán Juan Manuel Cañizares o el cordobés Vicente Amigo.

Una visión turística y cultural del flamenco

Llanuras y pedregales, cerros y laderas, jaras y almendros… Andalucía es un crisol. Cuando los desfiladeros de Despeñaperros envían el primer haz de luz a los ojos ajenos, se refleja en ellos la negrura de lo infinito. Mas la diversidad ampara a esa oquedad. Cavernarios, fenicios, griegos, romanos, árabes,cristianos y conversos han hollado las tierras del Sur de España. Y en su caminar han forjado la senda de una expresión propia: el flamenco.

Puede que el arte andaluz feche su bautizo hace sólo dos siglos, como han querido señalar algunos expertos. Pero el cante, el toque y el baile son mucho más que el sentir de un pueblo ampliamente desperdigado por el mundo y que sólo ha sido capaz de producir flamenco dentro de nuestros fielatos. 

Los gitanos son responsables de una parte generosa del acervo musical andaluz, pero no son la pieza inmanente que justifica su existencia. Los «sonidos negros» de los que habló Lorca en referencia a Manuel Torre han sido paridos por la cultura de un pueblo con una historia peculiar. 

Son hijos del folclore, aunque, como todo buen descendiente, han sabido volar del nido para adquirir una identidad propia.

No hay más que oír la trillera, sobre cuyo acento rítmico siempre encuentra sentido el cascabeleo de las mulas que otrora regían con su trabajo las tierras de las gañanías de Jerez, Utrera o Lebrija. ¿Y la toná? ¿Acaso no nace del pueblo el lamento sonoro de la calamidad que tantas ánforas modeló en Triana?

Idem con la soleá, nacida del arrabal para buscar fortuna por Alcalá de Guadaira, Utrera, Cádiz… O con la seguiriya, esa queja que se aposentó sobre las gargantas del Planeta, el Fillo, Silverio, el Gordo o El Nitri mirando en cada postulado al martinete de las fraguas, la debla de la Cava, la carcelera y la cabal. 

A ver quién dice que no habita en el taranto sino la propia gente de Almería, o en el fandango sino la Tharsis alosnera, o en la cartagenera sino la retahíla murciana…

Cádiz se expresa por cantiñas; Málaga por jaberas, jabegotes y verdiales; Córdoba por zánganos y fandangos de Lucena; Granada por zambras, roas, granaínas y medias. Y por si no hubiera heterogeneidad, al otro lado del charco nos prestan la guajira, la milonga, la vidalita y la rumba para que luego Pepe Marchena se invente la colombiana.

En efecto, Andalucía es un crisol cuyo entendimiento campea más allá de bellotas y castañas, de jábegas y almadrabas. Una parte de su alma se edifica sobre melopeas cavernarias, fenicias, griegas, romanas, árabes, cristianas y conversas, ladrillos de una muralla musical a la que luego los gitanos le pusieron sus almenas: el quejío.